Escultura en cementerios
–Parte II–
Père Lachaise (París, Francia).
Plano del Alzado y planta del cementerio de Tremañes (Gijón, Asturias) perteneciente al Archivo Municipal de Gijón, expediente 333/1879, año de inauguración y estado en la actualidad del mismo. A la derecha, foto general y abajo un mediorrelieve de medallón, tipología propia de los años 40-50 representando a la Virgen, en cruz tallada en piedra polilobulada.
¿Algo que se pueda decir a quien está agonizando en su lecho?
Podemos tener la oportunidad de estar
en el lecho de muerte, justo en el momento de transición de ese ser
querido, es decir, cuando se va a morir.
Tendríamos la oportunidad de decirle algo, unas últimas palabras.
Las frases serán contrarreloj y dependerá sin duda de nuestro vínculo con él.
Si es un ser querido, querremos transmitirle nuestro amor o bien hacerle
numerosas preguntas sobre qué opina de su tránsito y hablar de la posible vida
tras la muerte, como hicieron los amigos y discípulos de Sócrates y que
contamos anteriormente, según nos transmitió Platón en su obra Fedón o del
Alma. Al final esto respondería a un deseo relacionado con nuestro ego de preguntarle
que siente o de decirle o de mentirle por desconocimiento, que “irá
a un lugar mejor”. Alguien más religioso le dedicará unas oraciones.
Recuerdo un caso, en relación a esta
cuestión –aunque a la inversa, al final es qué dice el que va a fallecer a un
ser querido– sobre entrevistas para la radio Onda Peñes que realicé a distintos
sujetos 2009, que me contaron experiencia fuera de lo común en relación a
muertes de parientes y que tuvieron visiones de ellos post mortem
(Madrazo, David, 2018: pp. 50-54). Esos testimonios, alucinaciones o no —no
abordaré las posibilidades en este momento—, son experiencias que guardan en su
memoria tras experimentar un sentimiento de alivio y amor tan fuerte al que se
aferran como si fuese un clavo ardiendo. Recuerdo también a un profesor que me
contó en el año 2008 como justo al exhalar su último aliento, afirmó ver y
nombrar a una hermana y a su padre, fallecidos, que estaban allí y que venían a
recogerla, extendiéndole sus manos: “me dan la mano… estaré bien, os quiero
mucho”. Esas fueron sus últimas palabras ante hija y yerno (Madrazo, David,
2010).
Alto relieve acompañado de las siglas RIP (Requiescat in peace). Ceares, Gijón.
Existe una locución socialmente aceptada y aplicada en nuestro entorno social, que proviene de una expresión latina y que era propia al que decir a aquel que iba a morir. Aparece en el contexto artístico funerario: Requiescat in peace (RIP), o descanse en paz (DEP), adaptada a nuestro idioma. Cualquier persona por sensibilidad transmitiría esto al difunto y familiares; y es importante: intrínsicamente esta locución contiene la aceptación al proceso natural de la muerte –al polvo eres y en polvo te convertirás–, a la descomposición a volver a ser “nada”, polvo, abono, ceniza. Pero tiene otro valor intrínseco: sin ser tan detallista sugiere la despedida para el sueño eterno del difunto, una visión romántica, o quizá infantil pero siempre respetuosa. También sería una ilusión que imaginaría nuestro yo infantil, por ejemplo, ante el cuerpo inerte en un velatorio: “parece que está dormido”. Sin embargo, es un principio religioso indudablemente vinculado o más acorde a esta locución, pues realmente para el cristianismo los cuerpos descansarían en un sueño eterno hasta la llegada del siguiente retorno de Jesucristo, cuando todos los muertos despertarían o también cuando Dios así lo desee; o del islam, pues cuando llegue el juicio, los muertos se levantarán tal como dictó en ángel Gabriel –Gibrahim– a Mahoma; llevará el alma del musulmán a través de los siete cielos para el juicio, ante Dios. Por eso los musulmanes, lo último que le dirán al difunto es, mediante el susurro, la Sura que abre el Corán; para ellos el oído es el último sentido que se pierde al morir (Renard, Hélène, 1985, pp.88-92). Precisamente, en relación a la visión de sueño eterno, la palabra cementerio aparece en el Dictionaire des Antiquités Chéstiennes de Alexandre Martigni de 1865 definida como lugar de descanso o dormitorio siendo una muestra de la visión del mundo cristiano hacia la muerte, “como un sueño pasajero” (Teijón Sáez, Enriqueta M.: pp. 1).
¿Es la muerte el misterio el
misterio más grande, el punto ciego principal al que se enfrenta una persona?
Esta pregunta puede venir a la cabeza de
aquel espectador que se encuentre ante una escultura funeraria, ya sea de
panteón o de lápida o contemplando una tumba en el camposanto. Puede ser una experiencia
estética. Cuenta el Doctor en Antropología Social y Etnología Germán
Grisales en su obra El discreto encanto de los cementerios como en
Colombia al límite con Brasil, en el cementerio del municipio de Leticia,
existe un epitafio de una tumba que dice: “Como brisa fresca recorres nuestras
vidas”. Nos aclara que está dedicada por parte de unos hijos a su madre y cuya
tumba se muestra “adornada con ternura” (Grisales, German, 2017: pp. 73).
También cuenta Grisales como le llama la atención ver a las generaciones más
jóvenes poniendo música para que su abuela “baile desde el más allá” (Grisales,
Germán, 2017: pp. 73); también nos otorga gestos encontrados en el campo santo,
hacia la religiosidad, a lo profano, aficiones deportivas del difunto e incluso
graffitis que insultan al curioso que le dé por leerlos. Sin duda la
experiencia emanada por este cementerio es muy heterogénea a estos testigos
comenzando por el encanto suscitado al doctor, el amor plasmado a un familiar
como alivio, lugar de contacto, de mensaje, donde se deja una frase para que el
difunto la pueda ver en ese límite o puerta de la Ciudad de los Muertos, un
lugar incluso donde pueden escuchar la música de los nietos para disfrute de
otra difunta, aunque aquí podemos encontrar cierta raigambre cultural que les
hace ver como un cementerio posee vida social que se funde con la muerte pero
que sigue emanando, gracias a las clases sociales allí reunidas, vida en su
totalidad.
La muerte es el punto ciego al que se
enfrenta una persona, o como sociedad el conjunto de personas ante un gran
misterio. El recuerdo parece que hace que los muertos estén allí en silencio,
escuchando, leyendo y viendo como sus familiares siguen usando ese lugar como
punto de reunión con ellos. Dichas ofrendas (música, pintadas, poesía, ofrendas
deportivas que gustaban al difunto en vida…) ¿puede equivaler al sentimiento
buscado por la escultura funeraria? Sin duda se acerca, pero aquí vemos
factores algo individuales como en el gusto por el tema deportivo del difunto,
pero también más colectivo, más general e incluso podemos llegar a decir que
social: en el epitafio de los hijos para la madre; pues como bien asemeja el
autor la asemeja, con inteligente metáfora, a una “esquela poética
prefabricada” (Grisales, Germán, 2017: pp. 73).
Entonces se puede aplicar en serie para espacios fúnebres como un bonito
grabado para todo aquel cliente que la elija, aunque se aplique a una distinta
situación familiar tendrá en común la muerte del ser querido, el recuerdo suyo,
el intento de que siga vivo, la sensación de qué sigue vivo al menos de forma
inteligente capaz de percibir o recibir ese mensaje. Alivio que alimenta al ser
vivo familiar que puso el mensaje, respeto al recuerdo, pues el recuerdo le
vuelve cuando lo lee y algo importante que cita el autor, como espectador de
esa obra es la experiencia que le trasmite: ternura; el epitafio en
conjunto con los adornos de la tumba, aunque no nos dice si se trata de
ofrendas, objetos o de escultura. Entonces la funcionalidad aquí de dicho
elemento surge como una categoría general de los cementerios: el ser humano
intenta materializar en los cementerios obras que trasmiten sentimiento, experiencia
estética, a los muertos y también a los vivos, sean parientes u
observadores. Un canal con un mensaje intencionado, con emisor y múltiples
receptores, en principio todo aquel que visite el cementerio. Y tal vez dependa
del artista e influya su creencia, en el caso de la escultura, si el mensaje
aparte pueda estar dirigido también a otro punto, pero cuya finalidad sea
común: visitantes y entre ellos los familiares. Transmite un mensaje a un vivo
como si el muerto siguiese vivo en otro lado y capta su atención ante todo lo
demás.
Imaginemos entonces como procede una
obra de arte funeraria: primero perturba al testigo, despierta inquietud
al testigo, alivio en el duelo ante el shock de la muerte, de
recordar su mortandad, impotencia y aceptación ante su paso
efímero como tantas generaciones representadas en la ciudad de los muertos; tranquilidad,
si es bello cautiva al más profano; hace recordar, al que está en
la tumba o al que no está en esa tumba pero falleció en alguna etapa de la
vida, siente pena ante ese recuerdo, dolor por dicho recuerdo de
pérdida, miedo ante la posibilidad de morir, ansiedad al pensar en
la pérdida del ser amado aún vivo, horror si piensa en la
descomposición, asco si piensa en otra descomposición... y nos
adentramos cada vez más de la colectividad a la individualidad, que será
variada según el individuo. Primero hay que captar la atención, pero siempre
teniendo dentro y teniendo en cuenta el contexto fúnebre.
Estas primeras acepciones nos encajan
perfectamente en las teorías expuestas por el Doctor en Filosofía Jordi
Claramonte y los modos de relación o modos de hacer de la Teoría del
Arte en su obra Estética Modal, en referencia a ese “algo” que nos debe
mostrar la consumación estética de la obra (Claramonte, Jordi, 2016:
pp.18-19) y que las equilibradas proporciones de dichos modos aseguraría el
éxito de la obra, no solo en su funcionalidad, sino en su perpetuación en el
tiempo al sobrecogimiento del observador, de lo efectivo, de lo potente. El
modo de lo necesario exige, como en este caso, que todo el conjunto artístico
disponga sus elementos ordenados, que sea coherente y relativamente estable; ya
habíamos comentado que la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando
exigiría el visto bueno de cualquier plano de cementerio, que sería regido por
un patrón muy similar, al que se conoce como corriente mediterránea para los
cementerios. Este orden y coherencia irá ligado, por supuesto, a lo necesario
(Claramonte, Jordi,2016: pp.18-19), incluyendo por supuesto su funcionalidad
más racional primeramente y sin salirse de ella: dar cabida a los restos
mortales de manera digna y si se transforma la muerte en poesía, mejor, dentro
de lo posible y manteniendo cierto orden con su antagonismo, evitando lo
imposible y el exceso, lo contingente. De esta manera se traza
ese diamante, ese anagrama que nos dispone Claramonte como Teoría del Arte que
podemos aplicar aquí, un diamante que posee toda obra de toda época, en más o
menos carga de sus elementos. Todo ello se rige con la Ley Modal Fundamental, a
lo que de hecho se materializa, el fulgurante o tímido destello de lo que
aparece ante nosotros, como ilusión estética (…) reclama la atención y dice la
verdad (Claramonte, Jordi, 2016: pp.96-98).
El Doctor y profesor Claramonte también
nos habla sobre la muerte, nos dice que es: “lo más personal que podemos
vivir (…) pues cada uno muere su propia muerte de manera irrepetible,
intransferible (…) pero a la vez es lo más común puesto que nos devuelve
a la fosa común antropológica, a la que pertenecemos, junto a toda una inmensa
cofradía de muertos con los que hemos compartido nuestro desempeño modal (…)”.
(Claramonte, Jordi,2016: pp. 115). En esa fosa común –procomún modal–que
contemplamos, cierto es, ante ella nos encontramos y ante ella nos reconocemos.
Y esa medida en que el observador asume que está ya muerto y recapacita sobre
lo que le hace estar vivo, aunque sea básicamente andar, reír o pelear, le hará
cambiar la perspectiva como al Hamlet que compara, pero, este hecho, la
concepción de la muerte en los términos de la Teoría del Arte significaría un
dominio modal de la inefectividad, antagonista de la efectividad, el modo
contingente y que lo compara a un reino sin salida pero que antropológicamente,
en términos antropológicos, no es el final: eso es cierto, el cementerio es
fruto social, antropológico. Y la inefectividad, una obra que su exceso
conlleve a ser inefectiva, está condenada a morir. Separamos el concepto modal
de inefectividad ante lo que queríamos citar, la bella concepción en forma de
metáfora que hace Claramonte entre personal y común, común a nivel
antropológico; ahí sí se llega a asociar la muerte con obra de arte funeraria,
pues será común, un cementerio es común a nivel social y en consecuencia,
cultural, en consecuencia antropológico y si la obra funeraria, en el caso de
escultura y no conjunta como cementerio, aunque también pueda entrar a nivel
arquitectónico, se le puede aplicar la teoría de diamante de Claramonte e
incluso los pasos de Kaehr (Claramonte, Jordi,2016: pp.160-161), que en el
sistema de diagrama en forma de diamante y su geometría oposicional de las
relaciones intermodales de aceptación, oposición, rechazo y proposición,
aplicado también a los estilos barroco, clásico, manierista y arcaico
(Claramonte, Jordi,2016: pp. 144) también encajan a la perfección con los
cementerios y la escultura en el interior de sus asentamientos y en sus
ornatos. Los cementerios son útiles para la antropología urbana, la
antropología de la muerte, la arquitectura, el urbanismo, posee monumentos
ligados a la memoria colectiva que fortalecen la identidad de una ciudad, con
obeliscos, santos, figuras de Cristo, estatuas de ángeles y querubines en
mármol (…) que puede ser convertido en un museo tanto por la calidad de vida de
sus difuntos como por los eventos en que se vieron involucrados (…) venerados
como monumentos (…) es una urbe poblada de muertos, dotada de su propia
geografía de poder (Grisales, Germán, 2017 : pp.75-80) y en efecto, nos adentra
a poder indagar en el reflejo de las familias adineradas y también influyentes,
monumentos comunes por acontecimientos (como la Guerra Civil), de facto, captar
las distintas épocas históricas de una ciudad, de una sociedad, de cada
localidad e incluso de distintos países con su propio impacto social. Entonces,
podemos también decir que tanto en el concepto religioso, como social y
reflejado con el arte funerario –arquitectura y escultura– la muerte es el
misterio más grande y el punto ciego ante el que se encuentra no solo una
persona, sino la sociedad y desde la Antigüedad el humano busca respuestas,
honrar a sus difuntos y todo este misterio también se nos manifiesta como una
gran experiencia estética, recordamos y experimentamos al ver una obra que
despierta esta pregunta al contemplarla.
¿Cómo integramos la muerte?
Recurriendo al miedo a la muerte y a la
visión que emanan las esculturas al espectador, asociando características
emitidas en la obra de arte como “bello”, “pacífico”, “tranquilo”, “armonioso”
o “perfecto” y que parece ser antítesis o bien una calma externa al visitante o
espectador del cementerio, podemos recordar a Sigmund Freud y la neurosis
traumática que expone en Más Allá del Principio del Placer. Antítesis de
Instintos de vida versus instintos de muerte (Freud Sigmund,
1919-1920: pp. 35 y 41) nos accidentes que arrojan una realidad auténtica de
peligro de muerte, el cementerio y todo su contexto y sobre todo las obras de
arte, arrojen un choque de realidad, un sentimiento, una perturbación de
peligro de muerte (Freud Sigmund, 1919-1920: pp. 5-6); ahí sin llegar al
extremo de neurosis o evitar llegar a una histeria de miedo a morir, aunque
algún caso podrá darse de una persona sensible que empiece a ser consciente del
peligro de su mortandad o de un ser querido al hallarse en el entorno
mortuorio. Es un sentimiento, una perturbación de nuestro yo y un choque real a
nuestra mortalidad o pérdida también de algo que queremos. Un niño puede tener
una neurosis traumática relacionada con su primera visita al cementerio
arraigada en su interior. ¿Es entonces en este caso, la escultura, un icono que
puede hacer revivir un trauma tan natural como saber que es la muerte y que
esté arraigado en el recuerdo o subconsciente personal? ¿o estamos ante un
conflicto neurótico, como propone Freud o bien también el cementerio, en
conjunto o cada parte suya, pueda llegar a ser elementos de la sociedad cuyo
objetivo trascienda a aceptar que “la meta de toda vida es la muerte” (Freud
Sigmund, 1919-1920: pp. 24). Para otros, así como dice A. Weismann desde la
biología, existe en cada organismo vivo una parte inmortal, el soma
(Freud Sigmund, 1919-1920: pp. 29) tal vez en el caso de esa posibilidad
inmortal exista también una manera de aceptar con naturalidad el fin de la vida
orgánica, de nuestra vida o de los seres amados. Miedo ante la muerte pasaría a
ser interpretado a un instinto primordial de muerte, tan válido e innato como
el instinto sexual, o de la vida y que afectan al placer en mayor o más
desapercibida intensidad, de ahí que estén a la vigilancia y al servicio del “principio
del placer”.
Entonces, se puede concretar como Freud
contemplaba varias explicaciones desde el punto de vista del psicoanálisis a
esta integración de la muerte en nuestro subconsciente en cuatro procesos o
principios vinculados, tal como predijo en el antagonismo de vida y muerte, de
inmortalidad y mortalidad de Sócrates a través del texto de Platón, pero Freud lo
hace en su Principio del Placer. Un principio de realidad influido por
aspiraciones pulsoniales, donde entraban las neurosis estudiadas de los que
habían estado en la guerra, que revivían experiencias terribles durante los
sueños pero que contradecían al principio del placer de Freud, pues revivían
hechos horribles y no placenteros. Esta pulsión, vinculada al destino fatal
también se repiten con experiencias diferentes y también negativas lleva a
Freud a relacionar como los desencantos
amorosos o fracasos en la vida que también pueden manifestarse como pulsiones
en forma de angustia y que frenarían ese trauma exterior para que no se
manifieste con toda su intensidad en el psiquismo como un trauma. El miedo
sería una pulsión de protección, la angustia frenaría el trauma como defensa,
siendo una expectativa de ese terror inevitable que vinculado a la sorpresa
estaría inevitablemente al trauma; si se omite la angustia que frenaría el
trauma tras el proceso anímico del miedo, surgirían los sueños de los heridos
de la guerra, por ejemplo, como nos inquiere Freud y explica. En ese terror
está la pulsión de muerte vinculada, atada, a la pulsión de vida, por
naturaleza vinculado por tendencia al estado inorgánico anterior y que pasaría
a ser orgánico, pulsión de vida y que tendríamos innata cierta tendencia mental
a volver a ser inorgánico y morir, como forma programa en el subconsciente. Esta
pulsión de muerte natural está vinculada a la pulsión de vida natural, a un
reloj biológico que nos produce más paz si sigue su trayecto y que tenemos más
integrado como proceso de muerte. Otra pulsión natural de vida sería la
pulsión sexual de procrear, en contra de la pulsión de muerte; la sexual
vincula a la vida en contradicción de la de muerte o destrucción que al final
atentaría contra nuestro propio yo. Es por todo que las pulsiones están
asociadas desde el psicoanálisis al principio del placer de Freud, aunque el
miedo de muerte no de placer como tal.
Es innegable que también individualmente,
social y como especie debemos asociar la muerte al proceso natural biológico
tal y como sabemos gracias a la Ciencia, el del fin de la vida. Empezamos a morir
desde el preciso instante que nacemos, es una realidad biológica y a medida que
crecemos, el concepto de ese momento final crece y madura. A pesar de ser
nacimiento y muerte los dos acontecimientos quizá más importantes de la vida
humana, el principio del placer nos remite a lo que de verdad cuenta, pues no
se puede centrar la vida en el único concepto fatal del fin, es el transcurso
de la vida, los actos, lo sentido, en definitiva: lo vivido y aquello que se
vincularía a lo placentero lo que posee importancia y aquellos actos
realizados, como comentamos con Sócrates, serían tal vez juzgados después o no;
pero lo importante es vivirlos. Al final también este pensamiento de disfrutar
la vida y valorarla, también es otra experiencia estética que nos puede
llevar la obra de arte funeraria. Es cuestión ahora de preguntarse realmente,
como nos interpela la muerte real, incuestionable, estudiada por la Ciencia como
proceso biológico, pues también puede ser otra experiencia estética la que nos
lleve a traerla a la mente del observador, sobre todo de los tiempos que
hablamos en que el artista pretender pretende ser más racional, puesto que el
pensamiento ilustrado tuvo mucho que ver en la creación de los cementerios en
el sentido de convertirlos en lugares propios, apartados de los templos
religiosos.
¿Cómo nos interpela la muerte?
La muerte nos interpela como un reloj
imparable, como algo natural y a pesar del tema de creencias religiosas como
posible alivio ante el momento de la muerte, los individuos que comparten
creencias religiosas manifiestan más angustia y miedo ante ella que los que no
creen. Una vez que llega el fin, el proceso mortal comienza con el trabajo de
bacterias y virus sin defensa alguna que encontrarse, destruyendo cualquier
actividad celular, un proceso químico que finaliza cualquier producción vital,
proteica u hormonal. Los músculos endurecen y aparece el rigor mortis en unas
horas y que comienza de la cabeza a las piernas a extenderse. Las toxinas
afectan a la sangre taponando arterias pues el fibrinógeno se muta en fibrina
filamentosa, se corta el riego al cerebro y las neuronas mueren
“ahogadas”. Se produce entonces una
alarma natural que hace que los microorganismos actúen y comienza la
fermentación, descomponiendo y ablandando el cuerpo a unos cuarenta grados;
entonces los gases comienzan a romper la piel, atrayendo a una multitud de
insectos para alimentarse. Suele estallar primero el abdomen, tras hincharse. Entre
fluidos y carne cada vez más pútrida, las moscas como la mosca azul –Calliphora
Vomitoria– y la verde –Lucilia Caesar–, escarabajos variados
–coleóptero como el Saprinus semipunctatus, Corynetes caeruleus, Thanatophilus
rugosus o Ptinidie– y gusanos de diversa índole –si es tierra, más
cantidad– terminan por dejar larvas que terminan durante este proceso dejando solo
los huesos y que terminarán siendo polvo, tras el paso de hongos (Jiménez del
Oso, Fernando et al. (1989): pp. 1-20).
Pero sea desde el punto de vista
biológico, espiritual, religioso ante una obra de arte que nos atrae, nos puede
realizar un llamamiento porque nos deja inquietos, a algunos puede que le cause
repulsión, terror o miedo. Pero, al fin y al cabo, el arte busca ese efecto en
muchas de sus últimas tendencias. Al final esa llamada de atención hará
pararse, reflexionar y si es bella, detenerse ante ella para apreciar sus
detalles y abstraerse aún más.
Al igual que nos interpela la muerte la
integramos como algo
inevitable y como algo natural, más o menos si el reloj biológico sigue su
curso, pues todos somos conscientes en algún momento de nuestra infancia de que
tenemos fecha de caducidad, aunque el miedo a que nuestra “etiqueta” de
producto no la muestre, causa inseguridad, miedo, angustia y terror –perfectamente
puede ser en ese mismo orden, ya se expuso antes con Freud–. Pero es a lo que
más miedo tiene el ser humano desde siempre y nunca cambiará. Miedo es una
defensa, como decía Freud, una protección que generaba angustia ante una
expectativa de destrucción, de muerte, de final, contrario a cualquier pulsión
de vida; el miedo y la angustia protegen del terror, el terror puede llegar sin
las anteriores defensas por sorpresa, en caso de accidente. El terror puede
llegar si somos muy sensibles, aprensivos; y el horror también, imaginando si
morimos de forma no natural –la forma programada de morir, la pulsión de muerte
natural–, por asesinato, perdiendo algún miembro previamente y perdiendo el
fluido de vida, el de la sangre. Los medios de comunicación como medios para
las masas sociales han influido aún más en esta pulsión de horror en nuestro subconsciente
en nuestra época más de lo que podemos imaginar, a consecuencia del cine de
terror como ejemplo con el subgénero denominado Slasher. Así resulta más
visible, imaginable, el poder morir así y queda reflejado en nuestro
subconsciente pues, al final, vemos un reflejo de nuestro yo en la película y
puede manifestarse en una pesadilla sin necesidad de llegar a tener un trauma
de guerra. Pero el ser humano posee más miedo a morir de forma brutal, abrupta
que de forma natural y eso podemos pensar que sea de siempre. Antaño solo los
guerreros contemplaban la posibilidad de morir en batalla como algo honroso y
antaño la esperanza de vida era menor. Nuestra sociedad se basa en el consumo,
socialmente se tiene lo que se quiere consumir, pero alargar la vida no, al
menos, desvelar esa fecha de caducidad o saber cuanto durará nuestra batería
biológica: de momento no existe la posibilidad de recargarla, aunque se reciba
un aviso o alerta de que se está quedando vacía.
Al final es ese miedo el que acompaña de
forma natural a lo que desconocemos, a lo que escapa de nuestro control y
aquello que escapa a nuestro control nos crea inseguridad, estrés e incluso
angustia. Es una defensa natural y la muerte resulta ser la mayor tragedia que
puede acontecernos en nuestra vida, aunque igual no nos enteramos, pensar en el
sufrimiento de los que dejamos aquí o en su desamparo emocional puede causas
mucha tristeza y malestar. Somos seres cargados de sentimientos como humanos y
la muerte va con nosotros asociada a la vida, inseparable. Aunque ningún animal
haya podido decírnoslo, ellos también por naturaleza parecen temer a la muerte
también, pueden tener y tienen con nosotros vínculos emocionales; por instinto,
muchos la perciben. La muerte siempre ha formado parte de nuestra cultura, tradiciones
y folclore. Aunque para muchos es un tema que, por ser doloroso tanto
individualmente como socialmente, debe ser evitado resultando no ser tema
agradable de conversación. El recordar que todos vamos a morir en algún momento
no es plato de buen gusto, pues nos despierta ese temor irracional a lo
desconocido, la destrucción de nuestro yo y al ser posiblemente definitivo,
genera horror sobre todo en los que prefieren que tengamos una chispa divina de
inmortalidad depositada en nuestro recipiente corporal denominado alma.
No hay certeza de que fuese realmente un
viaje por que alguien nos lo hubiera contado y regresado porque no existen
pruebas tangibles de ello. Solo testimonios, respetables de ciertas personas
que cuentan extraños acontecimientos. Pero el folclore, los cuentos, leyendas y
el cine han hecho que esas pequeñas pinceladas sociales misteriosas se disipen
entre tantos cuentos creados desde hace tantas generaciones y hoy día
entremezclado con entretenimiento de terror. Antaño igual los condenarían a la
hoguera por contarlo; en los años 80 y 90 en nuestro país lo tacharían de loco
o freak; socialmente no está bien visto contar ese tipo de experiencias
y quedan en el ámbito familiar, no salen de ese entorno y no se cuentan. Si
fuese demostrable no habría temor a lo desconocido o al fin del fin; ¿Sería, tal
vez, peligroso? Tal vez, por la tendencia, de la que no hemos hablado, que
algunas personas tienen de buscar la muerte intencionada de sí mismos ya sea
por acto desesperado, falta de ayuda, desamparo, terror o hartazgo; según la
individualidad. No hemos tocado el tema de los suicidas, aunque Sócrates lo
hace desde el concepto espiritual al principio del texto que antes sí citamos,
el de Fedón (PLATÓN, 427-347 a. de C.; Azcárate, Patricio
(1871,1872): pp. 11-12). Tampoco de
aquellos que por cuya enfermedad desean más la muerte que la vida. Al final,
ante este miedo de morir, influye mucho la situación, creencia y pensamiento
individual de cada ser vivo; elementos comunes como especie más las
circunstancias individuales del individuo.
¿Cómo la tomamos: como
el mayor cambio, como el mayor que viene, como la disolución, como la vuelta a
algo…? ¿Qué es lo que más nos inquieta de la muerte?
La muerte es el mayor cambio, biológico y
espiritual; individual y social, es así. Finalmente, el ser humano debe
conmemorarla y así lo ha hecho resultando ser uno de los principales temas
abarcados por el arte, sino el primero de todos desde que hombre realiza sus
primeras pinturas y grabados en cuevas o talla la figura de una diosa madre generadora
de vida, en consecuencia, protectora para la muerte que lleva vinculada con su
ciclo. El concepto muerte es compatible y usado con la religión, escultura,
monumentos, rituales; cargamos de belleza aquello que algunos aceptan como
horrible, como el fin del final. Pensamos como seres que hay algo más después,
el alma, la perduración del intelecto, pero también la posibilidad de la
negrura, de la disolución total y tal vez sea eso es lo que más nos inquieta
de la muerte, que no haya nada después o de que sí haya un alma que viaje y
que nos convierta en algo eterno.
Lo que más nos inquieta de llegar a
esta meta es si realmente es el final de todo; si seguimos sintiendo; si
duele el proceso de descomposición, si el cerebro percibe como nos convertimos
en amasijo de fluidos; si aún pensamos atrapados en el rigor mortis; si es
cierto que en el momento de morir nos pasa la vida como una película ante
nuestros ojos; si se es consciente en parte del horror de ser sepultado o
efectivamente estamos dormidos por siempre, apagados, mientras somos
enclaustrados en una caja de pino o bien quemados. Podemos concluir, que la muerte
el misterio más grande, el punto ciego principal al que se enfrenta una persona,
tal como el de la vida, y es que como hemos visto, como vio Freud o
Sócrates, muerte y vida dependen uno del otro para existir, son inseparables. El ser humano sobrelleva el disgusto de
la llegada de ese ángel, encapuchado, con guadaña o sin ella gracias al apoyo
de la religión, escultura, monumentos y de rituales para el difunto con el fin
de embellecer la fealdad, lo opuesto al inicio, el fin del final.
Mensajes que tenemos arraigados muy
dentro de cada individuo y también, de manera colectiva, en forma de misterio.
Las esculturas manifiestan y expresan esos mensajes intrínsicamente, por deseo,
creencias o por encargo al autor parte de un encargo antes de morir o el de sus
familiares en el momento di facto. Esta obra de mortandad proporcionará
multitud de estas experiencias estéticas, con el objetivo principal de
preservar la memoria y el recuerdo. Todo este arte funerario, que honra tanto
al depósito biológico de la comunidad humana como a sus creencias o como uno de
los misterios más respetables y se encuentra en la actualidad cara a cara en
los cementerios, auténticas ciudades de los muertos de nuestro tiempo y
que contrastan con las ciudades de los vivos, ahora muy cercanas pues como
veremos la creación de muchos de estos complejos funerarios, puesto que al
principio estaban alejados de la población, han terminado siendo rodeados de
viviendas por la expansión urbana en el siglo XX y XXI, un patrón que se repite
en todas las ciudades más o menos grandes. Hechas a réplica de las ciudades de
los vivos poseen su propia morfología urbana con disposiciones regulares,
ortogonales e incluso radiales con sus propias calles y vías, trazados entre “edificios”
en forma de mausoleos, “bloques de pisos” perfectamente ordenados con nichos, sus
edificios funcionales, con monumentos e incluso abiertos a la réplica de
jardines para el paseo, aunque entre las sepulturas.
Resultan ser funcionalmente como emplazamientos
eternos y contenedores de una cultura especial con mucha historia y poseedoras
de información valiosa a niveles sociales, antropológicos y también económicos.
Podemos encontrar auténticas obras de arte que expresan experiencias artísticas
de gran envergadura, pues todas estas preguntas que hemos visto pueden pasar
por la cabeza del espectador y, de hecho, lo hacen. Contemplar este arte
actualmente es una manera de chocar con la realidad del fin de los finales.
la “ciudad de los muertos” y al fondo, “la ciudad de los vivos” (Cementerio de La Carriona, Avilés, Asturias,1885)
¿Cómo son las
ciudades de los muertos en la actualidad? Recintos funerarios
Recintos
funerarios
A través del gran trabajo de la Doctora en Historia
del Arte y profesora María del Carmen Bermejo Lorenzo “Arte y arquitectura
funeraria, los cementerios de Asturias, Cantabria y Vizcaya (1787-1936)” se
observa como los modelos de los cementerios proceden en
origen de la Francia del del siglo XVIII y también de Italia, por lo tanto
beben directamente del movimiento estético del neoclasicismo y de la búsqueda
ilustrada, aplicando en la organización, disposición, arquitectura y escultura
la racionalidad, proporción, severidad, grandeza, con una estructura racional
con aprovechamiento del terreno para unas necesidades funcionales y estéticas
claras y racionales, primando austeridad ante el lujo y ostentación que la
iglesia utilizó hasta entonces, pero regidos y ordenados a través de los
arquitectos por la capacidad económica de la población (Bermejo Lorenzo,
Carmen, 1998: pp. 54).
Su influencia nos llega así a España,
sirviendo de ejemplo de tipología arquitectónica que los hombres ilustrados
encontraron idóneos para la creación de los nuevos cementerios, ajenos a las
iglesias. Así aparece la planta rectangular, añadiendo capilla, jardines y
muros perimetrales.
Los cementerios parroquiales,
dependientes de la iglesia, son abolidos con la Real Cédula de Carlos III de
1775 de ahí nacen la mayoría de los enclaves de muerte y de las obras de arte
que mostraremos en este texto. con el objetivo de que los enterramientos
estuvieran alejados de los núcleos urbanos o rurales, pero núcleos habitados,
más que nada por cuestiones salubres. Esas primeras propuestas, la mentalidad de
recuperar el mundo clásico (Neoclasicismo) retomando y añadiendo las viejas
formas a las nuevas, influenciadas también por las maravillosas remodelaciones
de jardines de moda en la Gran Bretaña y Francia de segunda mitad de siglo y
que se combinarán de manera experimental para acercar la muerte a la naturaleza.
Así se acercaría más esa imagen a la recuperación
de la idea de Arcadia y de los Campos Elíseos griegos, donde iban los espíritus
de los héroes y semihéroes griegos tras morir físicamente para vivir en un
nirvana eterno. Así se genera un nuevo espacio ajardinado para las tumbas más
laico, cambiando el sentimiento de terror momento morí defendido por la iglesia
hacia un sentimiento melancólico y funcionalmente, más higiénico,
con espacios más tranquilos y placenteros,
alternativos a los sentimientos terroríficos anteriores de fosas
comunes (Bermejo, Carmen, 1998: pp. 47-49). Los primeros planos de cementerios
proyectados de estilo neoclasicista fueron en Madrid y Barcelona y los
arquitectos volcaron su diseño según la importancia de la población y de la
capacidad económica. Aunque hay que señalar que hasta las leyes de salubridad
marcaron el fin y gracias también al movimiento de pensamientos ilustrados que
defendieron el derecho a enterramientos civiles, la situación económica de los
más pobres les hacían ser inhumados en fosas comunes que duraban ciertos años
así como los delincuentes, suicidas o protestantes se enterraban también en
suelo no cristiano, es decir, separado del cementerio católico normalmente por
un muro e incluso por otra entrada (Piñera, Luis Miguel, 2000: pp. 86). En las
ciudades de los muertos de la actualidad encontramos restos de obras
arquitectónicas y escultóricas que aún perduran y que oscilan entre estilos
artísticos como el clasicismo académico tradicional, historicismos y el
eclecticismo, abarcando desde el propio cementerio a mausoleos, enterramientos
u homenajes.
Plano del Alzado y planta del cementerio de Tremañes (Gijón, Asturias) perteneciente al Archivo Municipal de Gijón, expediente 333/1879, año de inauguración y estado en la actualidad del mismo.
Aunque a partir de 1820 comienzan a
crearse cementerios más o menos provisionales con el crecimiento de algunas
poblaciones en extramuros y por las nuevas leyes de salubridad, lo cierto es
que la legislación comienza a partir de 1860 a interesarse con Reales Órdenes y
leyes por organizar los emplazamientos y calidad salubre de los mismos. En
Asturias y todo el Cantábrico la creación de estos nuevos recintos funerarios
se pospone a la segunda década del siglo XIX, como apreciamos en el ejemplo
citado arriba extraído del Archivo Municipal de Gijón del año 1879 del cementerio parroquial de Tremañes, en el
extrarradio de Gijón y zona rural por aquel entonces y cuyo uso continúa a día
de hoy. En él podemos encontrar sepulturas en tierra de aquella primera etapa y
posteriores, así como una modesta y ordenada disposición y simbiosis con nichos
—también se dio uso de ellos en los primeros cementerios, pero el recurso fue
muy discutido por cuestiones salubres—, caminos asfaltados, panteones sin
apenas ornato y pasillos entre jardines y conservando casi el mismo espacio de
sus tiempos originarios.
La construcción de estos lugares, como
se dijo, ya alejados del antiguo campo santo de las iglesias –rurales,
extrarradio– coincide con las altas mortandades asociadas a la insalubridad
—epidemias, cólera, gripe, tifus…— y al crecimiento de la mayoría de las ciudades,
causada por la emigración de los pueblos hacia las urbes a consecuencia de la
industrialización y de la creciente economía industrial, así como de la
natalidad. Los primeros cementerios continuaron siendo controlados a través de
la presentación de proyectos en su mayoría por arquitectos municipales y
provinciales, pero antes se mantuvo a través del arzobispado; no obstante, con
la Real Orden del 22 de abril de 1887 todo proyecto debía de ser realizado y
aprobado por los arquitectos de la Real Academia de Bellas Artes de San
Fernando. Jovellanos, el gran ilustrado tuvo mucho que ver a que la Real
Academia influyese con la difusión y supervisión de los primeros proyectos
(Bermejo, Carmen, 1998: pp. 57) que de seguro se puede suponer que tuvo una
gran influencia en la aplicación e inspiración en su ciudad natal, Gijón y que
pudo institucionalizar una nueva tipología funeraria a lo largo del siglo XIX,
fruto de lo sembrado en el XVIII y comienzos del XIX.
Los elementos más comunes de estas
necrópolis son las demarcaciones del terreno con la división racional y
funcional con elementos que se repiten como muros perimetrales, capilla y la
entrada de rejería e incluso monumental; posteriormente y también comunes por
ley espacios funcionales se sumarían como básicos la casa del capellán,
conserje, el depósito de cadáveres y la sala de autopsias. (Bermejo, Carmen,
1998: pp. 63-64). Podemos apreciarlo en la imagen del plano de la planta del
cementerio de Tremañes– parroquia rural y periférica perteneciente a Gijón, un
pequeño cementerio alejado completamente de la zona urbana y ajeno a una
iglesia. No obstante estuvo dividido en cementerio civil y católico hasta mediados
del siglo XX, como vemos la planta cuadrada se encuentra dividida por un muro
adosado y longitudinal al depósito de cadáveres, situado en el centro y al
fondo del cruce de caminos, cuatro caminos que intencionadamente forman una
cruz y en cuya parte superior se sitúan dicho muro, esta parte superior del
muro perimetral no es más que una separación longitudinal; al cementerio civil
se accede por una entrada posterior, aparte de la entrada que podíamos llamar
principal o monumental —sin llegar a serlo por magnitud ni ostentación
ornamental, pues carece de ella salvo por la rejería de la puerta—. El osario y
otro depósito de cadáveres comparte lugar y acceso de la parcela civil, de la
parte rectangular superior. Es un claro ejemplo de uno de los primeros cementerios
civiles de la ciudad, pequeño y rural, creado probablemente porque el campo
santo de la iglesia ya no daba cupo al exceso de muertos —problema notable en
el Gijón de aquel entonces y también en otras ciudades del resto de España,
resultado también del constante incremento poblacional—.
La ciudad ideal posee forma cuadrangular de planta y que
suele dividirse en cuatro sectores, en un recinto cerrado con muro imitando a
una ciudad terrenal, austera en el exterior. La puerta, como ”puerta de la
ciudad” de los muertos siempre con el nombre del cementerio –nombre de la
ciudad– normalmente acompañado de una frase o epitafio como “señor, dadles
descanso eterno” –Cementerio de Ceares de Gijón, en su cara posterior–, “Paz a
los muertos” –Cementerio de la Carriona, en Avilés– –bienvenida o despedida de
la ciudad–, con calles de trazado regular y ortogonal, con una calle principal
–la réplica a la calle Mayor de la ciudad terrenal– flanqueada con los
panteones más grandes y ostentosos –orden burgués de barrios–; todo con nombre
y número, incluso los nichos, como en la ciudad viva. La capilla, que reemplaza
a la iglesia urbana, también suele estar en la calle principal o incluso en el
centro, como la disposición radial de La Carriona en Avilés y jardines con
cipreses –árbol asociado al dios Hades, rey del más allá griego que lleva el
mismo nombre y donde van las almas y cuyo significado se asocia también al
dolor– y amplios jardines que evocan, simbólicamente, al paraíso (Teijón,
Enriqueta, 2004: pp. 175-179).
Sintetizando, en las primeras décadas del siglo XIX se construyeron los cementerios de las grandes urbes y primeros de esta tipología que entró a España a finales del siglo XVIII —Madrid, el Cementerio General del Norte fue diseñado por el arquitecto Juan de Villanueva —1804— el mismo año que se inaugura el Père Lachaise de París, el más grande aún en la actualidad; el de Barcelona, el de Cádiz en 1802, San Sebastián de Sevilla en 1825, Granada en 1827, Zaragoza en 1832, San Fernando de Sevilla en 1851; en Asturias: en Gijón La Visitación o Prado de don Gaspar en 1843, previo sería el cementerio provisional en el cerro de Santa Catalina por un brote de peste en 1840 –no queda resto alguno tampoco–, Ceares o el Suco en 1876 , Deva en 1999, Tremañes en 1879 y en Avilés La Carriona en 1890…— de elementos comunes, mantenida por la aprobación por ley de la Real Academia de Artes de San Fernando que difundió así su influencia y de cuya ornamentación, objeto de nuestro estudio, fue neoclásica –en su mayor parte– perviviendo muchos de esos elementos escultóricos hasta el último tercio del siglo XIX y de cuya influencia en las actuales necrópolis será analizada. Abordaremos aquí algunas obras situadas en el siglo XIX, XX y XXI.
BIBLIOGRAFÍA (de todas las partes):