lunes, 5 de febrero de 2024

Escultura en cementerios de Asturias (Parte I )

 

 Escultura en cementerios

Parte I–


 

Texto y fotografías:

David Madrazo


 Introducción

          Esculturas de bulto redondo en cementerios modernos, ángeles, santos, bustos de los difuntos, sarcófagos con relieves medievales, renacentistas o de Época Moderna. Desde la Antigüedad el hombre conmemora los lugares de la muerte del ser humano, desde monolitos, túmulos y dólmenes del neolítico (Renard, Hélène, 1988: pp.18) a espacios arquitectónicos colosales más modernos en donde se disponen las esculturas y relieves como elementos artísticos y que manifiestan ser algo más que mera ornamentación; cargados de simbolismo y de cierto significado intrínseco y para quien lo vea. Dependerá como se sentirá la emoción, acompañada de un pensamiento ante su visión, majestuosidad y en este caso relacionado siempre con la muerte. En otros casos, podrá significar religiosamente un posible viaje del alma trascendental del hombre o también su custodia física o espiritual, o bien la protección del lugar en ese otro lado sea el cielo, una dimensión o la invisibilidad junto a nuestra realidad física. Esa dimensión existe, conceptualmente, desde que el hombre es consciente de su muerte: el Hades bajo nuestros pies (Franco Llopis B. et al., 2018: pp. 230) o el infierno cristiano; pero también es el cielo al que apunta el ángel de la imagen, perteneciente al cementerio de Salas, en Asturias. Otros ancestros, como Sócrates, prefirieron ver como lugares paradisiacos como los Campos Elíseos reunían a los héroes, semidioses y grandes guerreros en el eterno paraíso (Franco Llopis B. et al., 2018: pp. 231) o en la Duat del Antiguo Egipto: un cielo pero no en el concepto que más conocemos, sino más bien un paraíso pero en la misma tierra, de extensos sembrados junto a grandes oasis, bajo la protección eterna de los faraones y de los dioses en una calidez ambiental dulce gracias al sol de Ra, o del Atón amarniense (López Melero, Raquel, 2011: pp.102-126); concebido todo como un interminable sueño, pero dulce y reconfortante. La tranquilidad que plasma el pensar contrariamente a que también posiblemente después de la muerte no exista nada.

 

            Breves pensamientos subconscientes parecen adueñarse de cierta ancestralidad incrustada en nuestra genética humana. Esa posible realidad se hace real ante nuestros ojos, es físico ­ y tangible –piedra– y parece vivo –la buena talla escultórica, cuanto más realista, más viva– al ver la escultura de bulto redondo tan parecida a una persona, casi real, si la mano del artista que es capaz de trasmitirle movimiento, viveza o detallismos veraces produce la fantasmagoría –mímesis– de pensar sin llegar a pensar que estamos ante una persona víctima de la mirada de la clásica gorgona que decapitó Perseo. Despegándose de las creencias, tal vez estamos ante un arraigo profundo al recuerdo de esa persona hacia nuestro mundo y hacia la vida. La dureza de la piedra, la inmortalidad de ese hombre representado como hacían los griegos, protegido con sus deidades. Parece que en los cementerios actuales nos encontramos ante una herencia de la Antigüedad camuflada en ornamento para los ojos más dolidos, escépticos o ateístas. En unos casos son seres protectores que parecen proteger el reposo eterno, el alma, el viaje, el lugar, transmitir tranquilidad al que lo ve, pues no estará solo cuando llegue su momento; si es un ser querido, está protegido por la eternidad de la piedra, tallada y con cuanta más belleza, más viva parece estar. Y como son tan antiguas esas creencias tal vez sean reales. Que mejor material que el mármol para emular a esos maestros tales como Alberti, capaces de dotar de pliegues y velos a bellos erotes, asexuados, femeninos e incluso masculinos. Es un elemento común usado como material en los lugares mortuorios en la actualidad, tras el menor uso, como veremos, de los enterramientos en tierra y de la construcción de mausoleos, el mayor uso de los nichos, que en distintas épocas refleja en sus losas distintas tendencias al poseer relieves de temática semejante, pero muy variada, estudiada y elaborada.

 

Una de las cuestiones a dilucidar en este trabajo será si estamos ante un icono de protección del lugar o bien del difunto, creencia, cristianización, sacralidad, tranquilidad ante el temor ante la muerte, posible reencarnación, conservación de la inteligencia, personalidad del difunto, inmortalidad de la persona difunta en forma de recuerdo o visión de la muerte como algo romántico con la naturalidad ante uno de los dos procesos más importantes de nuestra vida: la muerte y el otro, sería nuestro nacimiento. Las experiencias estéticas que se transmiten bajo unos pensamientos estéticos y que dependen de las corrientes de la época.


Experiencias estéticas y tempranas en los cementerios



            La muerte y el arte en los cementerios van inevitablemente de la mano cuando uno revuelve en su memoria recordando a aquel niño que pasea entre nichos y silencio por primera vez. Recuerdo el reflejo del blanco y grises entre un silencio especial, los familiares —de esos que no ves muy a menudo— y que nos acompañaban a mi padre y a mi abuela y caminando en un silencio forzado, de respeto, como para evitar despertar a aquellos que parecían dormir atrapados entre ese cemento entre jardines y tierra. Ya era consciente del concepto de morir, pero no había sufrido la pérdida de ningún ser querido aún. Escuchaba a mis familiares hablar de nombres que yo conocía, señalando nichos y fechas para mí muy lejanas. Recuerdo que señalaron una tumba en el suelo, que no era un nicho, sino una losa sobre tierra. Miré algunas tumbas observando unas cruces de piedra talladas, con cierto aire bizantino, que me causaron un profundo respeto y algo de miedo. También recuerdo como mi padre señaló una parte del prado de ese pequeño cementerio parroquial, en Tremañes —Gijón, Asturias— y nos comentó a todos que recordaba cuando él era también un niño y vio allí como desenterraban huesos con botas y uniformes, de una fosa común sin nombre ni lápida, de fusilados durante la Guerra Civil Española. Una experiencia de un niño de un adulto, contada a otro niño y que sumaba un conjunto de sentimientos de choque ante la muerte en un lugar que cada vez me parecía aún más sagrado. Allí residían en silencio, como dormidos en camas cerradas, mis familiares. Tenía muchas ganas de salir de allí, porque empecé a pensar en mi padre, abuela y en mí mismo si nos alcanzase la muerte. Aquellas grandes cruces de piedra sobre aquellas tumbas de piedra sobre enterramientos de aquellos prados, de principios de siglo XX y algunas incluso del XIX, me causaron un gran impacto emocional de temor y respeto ante el concepto efímero versus eternidad. Esos sentimientos me hicieron ir callado todo el rato sin hablar. También recuerdo ver algunos querubines en bajorrelieves sobre nichos, de mármol blanco, que parecían proteger algunos nichos mirándome y sonriendo.

 

Me Parecieron estar vivos y protegiendo individualmente a aquellos nombres desconocidos de esas tumbas, otorgándome una pequeña sensación de ser una criatura viva entre tanta muerte, pero inerte también; tal vez era mi imaginación que otorgaba cierta vida a ese erote aunque no se moviera, tan bello y perfecto, tan sobrenatural y de piedra, que parecía leer mi pensamiento o percibir mi temor. Igual me sonreía por eso, ya que sabía que no le faltaría al respeto. Esos querubines no me daban tanto miedo, aunque sí me infundían respeto a la religión, creencias, muerte de una sociedad. Reflexiones que me venían en forma de torrente descontrolado a mi pequeña mente, acompañadas de cierto temor ante aquel estado desconocido corpóreo o del estado del alma. Sentí cierta tranquilidad porque protegían y si algún día nos tocase, también nos protegerían eternamente y eso derivó en una cierta simpatía también. Al ver esa escultura que parecía viva, al ser tan niño y al poseer tanta fantasía, pensé en opciones como que era un ser vivo transmutado en piedra antes que pensar en alguien que trabajó tallándolo para pegarlo allí contra el mármol del nicho. Unos años después, ya mayor de edad, se repitió la visita a ese pequeño cementerio. No hubo tiempo a temores ni miedos entre paseos, pensamientos, fantasías y recogimientos. Solo a un dolor descontrolado y lágrimas por mi abuela, que desempeñó el papel de madre, siendo mi primer choque emocional con la muerte y que inevitablemente quedó también vinculado, de cierta manera, a ese entorno y a todo su contenido. Mas adelante hablaré sobre los datos de construcción de dicho cementerio y de sus planos, consultados en el archivo municipal, así como de sus primeros diseños arquitectónicos.

 

            Otros encuentros en años posteriores con grandes esculturas de bulto redondo, a tamaño natural me llevaron a cementerios como los de La Carriona y Trasona en Avilés o de Ceares-Suco en Gijón. Todas las esculturas siguen infundiendo cierto carácter vivo, de vida pétrea y sensaciones de placer y alivio ante la muerte, aunque sea en forma de belleza dejando atrás las fantasías de estar vivas de cuando era niño. Otorgan a la muerte cierta belleza, fascinación y nostalgia. A estos cementerios me llevaron historias contadas por personas que entrevisté para un programa de radio local emitido en varias emisoras de radio, entre ellas Onda Peñes en Asturias y en otras comunidades, a través de internet y de una página —estos testimonios los profundizaré con cada lugar y esculturas más adelante— (Madrazo, David et al., 2015). Estas personas me contaron experiencias raras e historias misteriosas relacionadas con estos cementerios y que me hicieron revivir, en cierta medida, esa experiencia emocional de ligero temor y respeto tempranas, como si esas esculturas fuesen algo más que simple piedra tallada o belleza buscada. No ese temor infantil, pero si ese mismo respeto —ese temor irracional se vuelve respeto racional por la madurez— ante algo que creado por la mano del hombre y que casi parece cobrar vida por su belleza, mímesis y naturalismo; algo que solo puede hacer según la religión Dios, el crear vida, y por tanto otorga ese toque divino actuando en nuestro subconsciente, sin reflexionar demasiado sobre ello, como si fueran los guardianes espirituales y que para muchas personas, aunque sea de forma inconsciente piensa en estos lugares sagrados de muerte y de reposo eterno colectivos. Ese sentimiento emocional —que se transforma en fascinación y curiosidad en la actualidad— emitido por las esculturas de la muerte, puede relacionarse históricamente y de forma colectiva y social incluso con el Antiguo Egipto y Mesopotamia, como veremos más adelante.

 





 Mediorrelieve en nicho representando la ascensión del alma de la niña Isabelita. Ceares, Gijón, fecha desconocida y autor anónimo.

 

Primeras cuestiones

 

¿Hay forma real de calmar el dolor de la muerte?

 

Partiendo desde el punto de concebir “dolor de la muerte” como un dolor emocional y no físico, debe desglosarse antes en tres puntos, que conllevan tres percepciones distintas de respuesta a esta pregunta. El primero, contempla la opción del dolor para el sujeto que, por la circunstancia que sea, es consciente de que está a punto de morir y está en su lecho – bien preso como Sócrates antes de morir o bien como cualquier ser humano en desgracia y que espera en el afamado corredor de la muerte o bien aquel que víctima de una enfermedad incurable su vida está marcada con una fecha de caducidad diagnosticada–. Segundo miedo, el dolor de la muerte, provocado por la misma, pero que ha causado daño emocionalmente a un individuo por perder a otro ser vivo –no tiene por qué ser necesariamente humano, la pérdida de un compañero animal también puede ser muy doloroso–, y este es un dolor de la muerte también común, que unos experimentan antes que otros seres humanos, pero que siempre nos alcanzará. Tercer punto, aquel “dolor de la muerte” que sufre cualquier ser humano cuando es consciente de que más tarde o más temprano morirá –miedo común–. Este tercer miedo, el dolor de la muerte, provocado por la misma, pero que ha causado daño emocionalmente a un individuo por perder a otro ser vivo –no tiene por qué ser necesariamente humano, la pérdida de un compañero animal también puede ser muy doloroso–, y este es un dolor de la muerte también común, que unos experimentan antes que otros seres humanos, pero siempre nos alcanza. Nos damos cuenta así, en términos generales y sin individualizar en la sensibilidad que, en estas tres distinciones de miedo de la muerte, su factor común es la distancia temporal que separa al individuo de la muerte real y del contacto con el fenómeno, con el final de los finales.

 

Partamos desde el primer punto, para situarnos pensemos en Sócrates cuando estaba preso y condenado a muerte según nos cuenta Platón, donde se bebería cicuta para morir ante todos sus amigos. Estos le someten a un pequeño interrogatorio, su último discurso contado por Fedón en una  última conversación con ellos del mejor hombre de todos los tiempos, el filósofo de filósofos y muy querido por sus amigos. En Fedón o del Alma (427-347), Platón nos cuenta como este hombre se enfrenta con templanza a la muerte y como calma a sus compañeros –también toca el segundo punto, el dolor a la muerte para los demás, los seres queridos– y el tercero, el dolor al ser consciente de que se va a morir también. El dolor para otro sujeto, como en este caso refleja la figura de Fedón, se reconoce también como calmante ante la horrible idea del fin de los fines; es decir, de calmar ese dolor de muerte, no físico sino psicológico y para sí mismo ante el fin próximo. Como hemos dicho, Sócrates estaba condenado a muerte y el dolor de su muerte también estaba en sus compañeros. Este texto es idóneo para asemejar y utilizarlo para acercarnos a una posible respuesta.

 

Fedón, en el texto de Platón “Fedón o del Alma” (PLATÓN, 427-347 a. de C., Azcárate, Patricio (1871,1872): pp. 2-112), narra los detalles acontecidos en los últimos momentos de vida de Sócrates en la prisión, condenado a muerte con el veneno de la cicuta. Mientras va llegando el momento, va contestando las cuestiones requeridas por amigos ante su peculiar tranquilidad mientras espera su ejecución y su peculiar visión ante la muerte y lo que piensa que hay tras de ella, que en definitiva es la explicación por la que aguarda su último momento no solo con dignidad, sino con tranquilidad. Por un lado, tenemos el punto de vista del propio Sócrates ante el dolor de la muerte y por otro el de sus afectados amigos y allegados, que intranquilos y con el fin de apaciguar su dolor de pérdida, le arrojan cuestiones a Sócrates sobre su visión de la posible vida tras la muerte, la inmortalidad del alma e incluso de la reencarnación, respuestas que van surgiendo a raíz de que transcurre el diálogo plasmado por Platón. En esa situación de duelo, tan pronto reían como derramaban lágrimas –dolor de la muerte, por pérdida, duelo–. Sócrates les responde, primeramente, que la justificación a su tranquilidad es debida a que en el momento que muera, los dioses estarán junto a él, bajo su protección; y su tranquilidad es debida también al trabajo de su vida, como filósofo, como receptor y estudioso de conocimiento, pues gracias a su ansia de saber, se informó de cómo sería ese posible mundo que le esperaba tras la muerte física, incluso el dolor de su pierna se convertía en placer, término que nos recuerda también a las teorías de las pulsiones de nuestro estado anímico de Freud, que bajo el psicoanálisis relaciona con el fin, con la muerte, y que expondremos más adelante, pues guardan vinculaciones con el placer y la destrucción, la vida y la muerte, antónimos que Sócrates ya expone ante una justificación de que no puede haber vida sin muerte ni muerte sin vida, pues uno depende de otro para existir y en bucle se alimentan de uno a otro, se transforman constantemente pues a pesar de no encontrarse en el mismo tiempo, por ejemplo el dolor y el placer, al experimentar uno hay que aceptar la existencia del otro por lo tanto también son inseparables como la vida y la muerte.

 

Sócrates afirma que está tranquilo por que, después de morir, se reunirá en el otro mundo, gracias a los dioses, con otros hombres buenos. Está seguro de que se reservan cosas buenas para los hombres buenos “después de esta vida” y no por igual para los humanos malos; los dioses además cuidan de los humanos, pues son su pertenencia. Es interesante como relacionando el suicidio con la ingesta del veneno, Sócrates le dice a Cebes que no es lo mismo pues él está condenado a muerte pero que un suicidio voluntario haría faltar ese regalo otorgado por los dioses –la vida– y por lo tanto conllevaría un castigo tras morir, contra el alma, pues en ese Más Allá los que son buenos serán recompensados pero los malos castigados bajo los actos proporcionales realizados durante su encarnación, vamos a llamar, a la vida del alma inmortal vinculada “como un clavo” al cuerpo o recipiente físico, nuestro cuerpo biológico. Entonces comienzan las preguntas y respuestas sobre el alma, la inmortalidad y la vida tras la muerte, un conjunto de creencias sumamente interesantes. Para el filósofo griego, el cuerpo no es más que un obstáculo en la vida para la sabiduría, cargado de necesidades, desde la alimentación, enfermedades, temores o amores, cuna de guerras y de violencia, en definitiva, las pasiones de las cuales al morir somos liberados. Sin el cuerpo queda solo el alma, invisible y sin esos defectos. A no ser que aún los mantenga la inteligencia aferrada, entonces para Sócrates sería el motivo de esos fantasmas que vagan por este mundo, sin llegar a atravesar el Más Allá por el río Estigia a bordo del barco de Caronte. En el momento que se muera, la sabiduría será plena y el recuerdo de todas las anteriores vidas, pues el alma invisible inmortal va cambiando una y otra vez de cuerpo físico, incluso puede volver a habitar en el cuerpo de una hormiga, o una abeja. Su amigo Cebes y los demás que allí se encuentran como Fedón, comienzan a discutir sobre la veracidad y las posibles justificaciones de las teorías de Sócrates sobre estos temas y que con gran elocuencia los va justificando a lo largo de todo el diálogo.

 

Prosiguiendo, Sócrates afirma que aquello que le alivia con certeza de ese dolor por la muerte, es su convicción en que el alma sobrevive. Según la antigüedad, las almas de los muertos van a los infiernos y desde allí vuelven de nuevo al mundo y a la vida; es decir, los vivos nacerían de los muertos, como ocurre con las plantas y animales, porque nace de ese contrario, revive, como lo muerto nace de lo vivo. Otra prueba que justifica este renacimiento –reencarnación–, ante las cuestiones de sus amigos es que cuando nacemos sabemos –una sabiduría equitativa para todo humano y no ir con  ventaja en su revivir– cosas como ver, oír y hacer uso del resto de los sentidos, como el llorar e incluso conceptos como admitir la belleza, justicia, santidad o muchas otras cosas son innatas y prueba de un recuerdo previo de otras vidas anteriores. La muerte está unida a la vida, entonces, a pesar de ser opuestos no pueden vivir uno sin el otro, entonces el alma es lo inmortal, a lo divino, así como el cuerpo a lo mortal. Ese miedo a la muerte entonces es una carga pesada relacionada con la parte física y corporal, otro obstáculo que se muestra para alcanzar la sabiduría total del alma, un temor a lo invisible y al infierno, temor sin ser conscientes a lo que ocurre a los malos que como consecuencia de los actos de su primera vida se ven obligados a ser fantasmas tenebrosos que errantes se dejan ver por los cementerios y por las tumbas, según dice a Cebes, y que no terminan de abandonar el cuerpo del todo por no llegar a purificarse a consecuencia de sus malos actos y por el amor a esa “masa corporal” que se niegan a abandonar por amor a ella que les sigue siempre incluso en otros cuerpos con ese mismo sentimiento de dependencia, podríamos decir, con lo material. El alma no consiente la muerte, no la acepta, porque es inmortal, es la parte divina del humano –aunque Sócrates hace uso del sustantivo hombre, se prefiere utilizar humano, en relación con la especie–.    Al ser inmortal, entonces es justificable ser consecuente que habitará en otro mundo –Tártaro–, de donde unos salen y otros entran; otras almas o muertos, vagan en círculos por la tierra hasta encontrarlo en sus entrañas. Allí se somete a los muertos a un juicio para saber si han sido justos o no. Después permanecen en la laguna Aquerusia, donde allí habitan esas almas durante un tiempo estimado antes de regresar a la vida de nuevo, unas más y otras menos, según el resultado de ese juicio. Resumiendo, el texto de Platón nos está mostrando las creencias más o menos religiosas, pero totalmente propias del siglo IV a. de C. de los griegos ante la muerte, que proviene de tiempos más antiguos y que también pueden proceder de otras culturas algunas de las influencias. En definitiva vemos que dicha creencia es un calmante social para el dolor de la muerte, tanto para el que la va sufrir como para los acompañantes; dentro de las creencias meteremos la religión, pues los conceptos más o menos todas nos transmiten un más allá donde la vida prosigue, el concepto de Sócrates que Platón nos lega demuestra como las diversas sociedades han tenido ese concepto de inmortalidad muy presente en sus creencias sociales: celtas, germanos, el juicio del alma en Egipto, Mesopotamia también con su infierno, el sintoísmo en Japón –prebudismo–, el taoísmo en China, la transmigración después de ese entorno de tránsito del más allá africano, la reencarnación para el hinduismo, para el budismo, para la iglesia cristiana, el más allá del judaísmo, el regreso a la vida tras el juicio en el islam e incluso el espiritismo desde los médiums decimonónicos hasta nuestra época tienen algo en común, la pervivencia tras esta muerte (Renard, Hélène, 1988) y el ser un calmante para el dolor de la muerte. El uso de las creencias debe entonces ser usado sin descarte en mayor o menor proporción para una mayor experiencia estética del sujeto ante las obras funerarias.

 

El auténtico dolor que es el emocional y que nos alcanza con los primeros seres queridos que perdemos es el llamado “duelo” y como tal es un proceso que conlleva aceptación, sentimientos y tiempo. La pérdida es irreparable, irreversible, es un choque brutal de vida ante el fenómeno de la muerte. Podemos imaginar que aún vive, que su alma nos escucha, que nos lee el pensamiento, nuestro sentimiento de amor, pero de manera real y aceptando la muerte como tal depende del individuo. El tiempo y la aceptación puede paliar, calmará el dolor de la muerte, pero jamás hacer olvidar. Al margen de las creencias, la manera efectiva para calmar el dolor en tiempos actuales la tenemos gracias a la ayuda médica profesional, resultando un método real que en todo lo referido a la salud mental, hará efectiva una calma del dolor.    

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